José María Arguedas y su amor por los andes: El Búho escribe

Nuestro columnista habla sobre el indigenista José María Arguedas.

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Este Búho ve a los candidatos presidenciales en campaña vestidos con atuendos de las comunidades de la sierra o de la selva, y no dejo de maravillarme de la visión premonitoria del gran José María Arguedas que reclamó, cincuenta años antes, que el ¡Perú oficial’ se dignara siquiera a reconocer a sus hermanos de lo que él llamaba ‘el Perú profundo’.

El escritor, nacido en 1911, en Andahuaylas, Apurímac, fue incomprendido hasta por las élites. José María Arguedas reconocía que se sentía cansado, impotente ante los raudos cambios en el mundo andino y, sobre todo, en algunos lugares, donde se fusionaban la tradicional visión indígena con el vertiginoso ritmo de la gran ciudad. Por eso, a finales de los sesenta se fue a vivir a Chimbote, en pleno ‘boom’ de la pesca de la anchoveta, para estudiar el impacto que causaba la gran migración de las alturas campesinas a la costa y su inserción en la economía capitalista como la gran pesca en ese mundo donde se vendría a gestar la imagen del ‘achorado’. ¿El resultado? Un libro impactante, clásico, desgarrador: ‘El zorro de arriba el zorro de abajo’ (1971). Una novela que recoge parte de sus diarios íntimos. Allí cuenta que tuvo un intento de suicidio, en 1966, en el pueblito de Obrajillo, en Canta. Escribe que, lamentablemente, tanto la rama del árbol como la cuerda no resistieron su peso. Ese libro no lo concluyó, porque el 28 de noviembre de 1969, cuando tenía 58 años, se disparó en la sien en su salón de clases de la Universidad Nacional Agraria. Sus motivos los expuso en dos cartas: Una a su esposa chilena Sybila Arredondo y otra dirigida a sus alumnos y al rector. ‘Me retiro ahora porque siento, he comprobado, que ya no tengo energía e iluminación para seguir trabajando, es decir, para justificar la vida’, confesó a sus alumnos en la misiva. La depresión lo acompañó toda su vida. Ni su primera esposa Cecilia Bustamante, ni la segunda, la jovencita chilena de familia acomodada, Sybila Arredondo, pudieron llenar su corazón que por momentos se sentía solitario. Tal como se leyera en una carta inédita recién publicada el año pasado, en el libro de Carmen María Pinillos. En la misiva dirigida a su amiga cusqueña, Elsa Samanez Concha, madre del caricaturista ‘Carlín’, podemos ingresar a ese mundo interior atormentado del autor de ‘Todas las sangres’.

José María Arguedas se muestra solidario con una confesión de su amiga y también saca su fondo en la carta: ‘Te comprendo mucho, porque hace tanto padezco de una soledad que no hace sino aumentar. No he podido calmar por ninguna forma esta incomprensión que sufro en Lima. Porque cosa curiosa, existe hacia mí una impresión general que debería serme suficiente. Lo que he escrito quizá ha llegado a todos y ha conmovido a todos, pero a mí, como individuo que ansía patéticamente una mano cariñosa y dulce que le haga sentir el calor de un corazón generoso, a mí como a criatura de este mundo, no me ha caído sino la rudeza, lo agrio’. Al leer estas conmovedoras líneas recordé cuando estaba en el colegio y llegó a mis manos un ejemplar de ‘Los ríos profundos’. Esta novela autobiográfica, ambientada en Abancay, me enseñó el otro Perú, el que yo no conocía, el de la sierra, escenario de las injusticias más terribles. Lima era todo mi mundo. José María Arguedas me abrió los ojos. Perdió a su madre cuando solo tenía tres años, y ese lamentable suceso marcaría su vida para siempre. Su padre era un abogado itinerante que lo llevaba por la sierra, mientras litigaba, pero se casó con una terrateniente y lo dejó al cuidado de esta en su hacienda. “Yo pasé todo el tiempo con la servidumbre indígena, porque mi madrastra tenía hijos a los cuales prefería mucho. Y entre estos, uno era el verdadero amo del pueblo. Era un típico gamonal, de los que no existen ahora, sino en muy pocos lugares del país(…). En fin, era un pequeño señor absoluto. Y a mí me trataba muy mal…”, recordaba. ‘Yo fui un verdadero protegido de los indios, como estaba tan maltratado como ellos, a pesar de que era hijo de un señor(…) Yo tendría entre cinco y nueve años. Dormía en la cocina, sobre una batea muy grande que servía para amasar pan, sobre unos pellejos’. Esas experiencias le hicieron adquirir la visión indígena del mundo, que lo marcaron a fuego y sirvieron para que escribiera ‘Agua’ (1935), ‘Yawar fiesta’ (1941), ‘Los ríos profundos’ (1958), ‘El sexto’ (1961), ‘Todas las sangres’ (1964) y su novela póstuma ‘El zorro de arriba el zorro de abajo’.

l día de su funeral no todo fue dolor. Por los pasillos de la universidad una multitud le dio el último adiós al compás de la música celestial de un arpista y el violín de su entrañable amigo, Máximo Damián, junto a sus danzantes de tijeras. Seguro José María Arguedas llegó, hasta su morada en el cementerio ‘El Ángel’, tarareando su huainito preferido. Apago el televisor.