De Juan Pablo II al Papa Francisco

Nuestro columnista comenta los viajes de Juan Pablo II y el Papa Francisco.

Redaccion Trome

Este Búho está convencido que, quiérase o no, una visita Papal no solo trae espiritualidad, fervor religioso y recogimiento. Depende, por supuesto, del país. Juan Pablo II, el llamado ‘Papa Peregrino’, fue el primer Sumo Pontífice en convertirse en un verdadero evangelizador viajero, no como otros que, como cantara Rubén Blades, ‘funcionaban en el Vaticano entre papeles y aire acondicionado’. Este Papa inició una férrea lucha contra un sector de la Iglesia Católica latinoamericana, llamada popular, cuya base estaba en la Nicaragua sandinista, y tenía al cura Ernesto Cardenal como ministro de Cultura. Juan Pablo II tuvo una accidentada gira centroamericana en 1983. Hasta hoy se recuerda la bronca que se llevó con los sandinistas.

El joven gobierno de Daniel Ortega estaba en guerra con el líder de la Iglesia, monseñor Obando, que de apoyar la revolución en un inicio, se convirtió en el más crítico del gobierno. Los sandinistas disputaban la organización a los curas. Ni bien bajó del avión pusieron el himno sandinista y en primera fila estaba Ernesto Cardenal. Juan Pablo II no se aguantó y al pasar a saludar a los ministros, se detuvo ante Cardenal, que se sacó la boina y se arrodilló. El Papa no dejó que le bese el anillo y lo reprendió con el dedo como a un chiquillo: ¡¡Tienes que regularizar tu situación en la Iglesia, regulariza tu situación con la Iglesia!! Todas las cámaras y los flashes captaron la escena. Por más que los sandinistas habían acaparado su llegada, Juan Pablo II lanzó un recto al mentón reprendiendo a Cardenal.

En la misa central, los sandinistas no colocaron una cruz detrás de Su Santidad, sino una gigantografía del Frente Sandinista con la imagen del barbudo Carlos Fonseca. Juan Pablo II estaba que echaba chispas, molesto, amargado como nunca en una homilía. Para colmo, cuando empezó a hablar de la imposibilidad de que exista una ‘iglesia popular’, las masas sandinistas, colocadas estratégicamente adelante del estrado, comenzaron a corear consignas con megáfonos y no se escuchaba la voz del cura polaco. Fue allí en que, totalmente ofuscado, gritó: ¡¡Silencio!! Diecinueve años después, Juan Pablo II regresó a Nicaragua y si bien los sandinistas nuevamente estaban en el poder, se reconcilió con el pueblo. Aquella vez les pidió disculpas y dijo: ‘Hoy hace un sol esplendoroso, esa vez había una noche oscura. Su país estaba manipulado entre dos súper potencias, hoy son libres y la Iglesia está unida’.

Esta histórica visita a Ecuador del Papa Francisco no está exenta de la política. El inefable Rafael Correa quiso sacar réditos políticos en momentos en que su régimen soporta una ola de protestas, que ya lleva un mes. Sus intentos de poner impuestos a las herencias y a las ventas de bienes inmuebles, hace que un 48% desapruebe su gestión. Por eso ha tratado de competir con el Arzobispado Ecuatoriano y, por momentos, lo ha avasallado en la organización de la visita. Por ejemplo, impuso el slogan de su gobierno ‘Somos más, somos todos’, solo que le cambió ‘Somos paz, somos todos’. También cambió el logo propuesto por la Conferencia Episcopal por uno con la cara del Papa Francisco, pero con el logotipo multicolor de la ‘revolución ciudadana correísta’.

Completamente distinto a lo que ocurrió en el Perú, allá por 1985, cuando Juan Pablo II nos visitó por primera vez. Se acababa el gobierno del arquitecto Fernando Belaunde Terry y la Iglesia organizó una gira perfecta. Viajó a la selva, a la sierra y en el hipódromo de Monterrico tuvo el esperado encuentro con la juventud. Los pases se entregaban en cada parroquia. Mi viejita era feligresa en la ‘San Pío X’, de Mirones, y me consiguió dos pases. Un día antes había estado en la playa con mi enamoradita de la universidad. Y así, con insolación, nos fuimos al hipódromo. Ni leí la cartilla que recomendaba llevar agua y refrigerio. Como trabajaba, llevé plata y dije: ‘Compraré en el quiosco’. Fue imposible. Cada distrito estaba en islas cerradas y no había fariseos como en un mercado. Nadie vendía nada. No podías moverte de allí y el piso era de piedritas, ni siquiera podías sentarte para descansar. El Papa demoró horas en llegar. Aquel fue el día más caluroso de febrero. Cuando llegué a mi casa deshidratado, mi madre me dijo: ‘Te felicito, qué gran penitencia, Juan Pablo II hizo el milagro’. Apago el televisor.