Leoncio Bueno, el poeta que defiende sus convicciones

Nuestro columnista habla del poeta Leoncio Bueno.

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En su casa de Tablada de Lurín, en Villa María del Triunfo, donde pasa el tiempo cultivando su jardín y escribiendo con disciplina implacable, el poeta Leoncio Bueno me dice sin titubeos: ‘Búho, yo soy un anciano feliz y siempre enamorado’. Y agrega como para dejarlo más claro: ‘A mis 96 años sigo defendiendo mis ideales y convicciones’. Habla con soltura, con una vitalidad que sorprende. Tiene una memoria maravillosa y los recuerdos le vienen, uno tras otro, como una marejada. Recuerda, por ejemplo, esa historia que le contaron de niño y que ahora narra con una emoción desbordante: el día que nació, se topó con unas tetas secas que lo hacían llorar de hambre. ‘Para mi suerte, una tía dio a luz en esos días y me alimentó, sino moría’. También recuerda su infancia en la hacienda Casa Grande, en La Libertad, donde sembró caña de azúcar desde los 9 años, ahí mismo aprendió a leer y a escribir con los libros que su abuela le regalaba. En otro momento recuerda sus primeros roces con el anarcosindicalismo, ese movimiento que defiende la libertad absoluta y la ausencia del Estado, y que le hizo conocer la poesía y que lo impulsó a escribir sus primeros versos. Rememora su arribo a Lima cuando tenía 19 años. Entonces trabajó como obrero de construcción, como operario textil y dirigente sindical. Incursionó en el periodismo, pues fundó el diario ‘Marka’. Conoció a Alejandro Romualdo, a Emilio Adolfo Westphalen y Arturo Corcuera, curtidos poetas que se hicieron sus amigos. Aperturó un taller de baterías al que llamó ‘El Túngar’, que terminó siendo un punto de reunión para diversos grupos literarios. Por aquella época ya era un poeta reconocido y admirado por sus compañeros.

Recuerda la vez que estuvo preso en ‘El frontón’ por conspirar contra el entonces presidente Manuel A. Odría. Ahí padeció el cólera. ‘Si no hubiera sido por la poesía, me moría’. Recuerda ese agitado año de 1958, cuando junto a miles de personas invadió los arenales que hoy es el distrito de Comas: “Un día la masa dijo ¿Somos o no somos?/Tomamos estos cerros, y he aquí, se alza una obra/grande/ enganchada al remolino de la era espacial./Llegamos los hombres de la masa/No teníamos agua para beber, pero plantamos árboles”. Pero también recuerda tiempos mejores, como la mención honrosa, en el Premio Nacional de Poesía en 1973, y el premio Casa de las Américas en 1977 por su poemario ‘Rebuzno propio’. “¿Qué busco con mi poesía? Yo desfogo mis estados anímicos en mis poemas. Unos se consuelan con la droga, con el juego o con el sexo, yo escribiendo”. Y así, los recuerdos vienen, uno tras otro, y el poeta los narra con una lucidez envidiable. En el extenso jardín crece un árbol de granada que ya echó fruto, el poeta Leoncio Bueno me convida uno. “Este es mi jardín. Por ahí está mi lampa con la que trabajo. Atrás está mi casa. Mi humilde casa”. Su casa de un piso tiene un porche donde ha instalado una mesa, ahí reposa su máquina de escribir, algunos libros y unas cuantas revistas. En ese mismo sitio ha escrito ese poema hermoso titulado ‘Techo propio’: “Mi techo es pequeño/rico de polvo y paja/construido de esteras y otros deshechos inflamables./Deja pasar los bichos y la lluvia,/deja que se cuele la luz,/el aire, las chirimachas/y los orines de los gatos./Soy el dueño de un techo excitante:/puede caerme encima/sin hacerme daño”. Aquí también escribió poemarios como ‘Al pie del yunque’, ‘Pastor de truenos’, ‘Invasión poderosa’ y ‘Rebuzno propio’, entre otros de gran calidad. A sus 96 años, el poeta Leoncio Bueno acaba de recibir el Premio de la Casa de la Literatura Peruana, un reconocimiento justo y necesario, que lo pone nuevamente en el mapa de los amantes de las letras y, mucho mejor, lo devela ante los jovencitos que aún no lo conocen. Antes de despedirme, entre risas, el vate dice que estaba destinado a una vida corta: “No sé cómo he logrado vivir tanto. Todos decían: ‘Ese pecho de pollo no vivirá mucho’. Y mire pues, a casi todos los he visto partir”. Yo le respondo: ‘Maestro, los poetas son inmortales’. Apago el televisor.

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