Nuestro columnista recuerda algunos de los más sonados casos relaciones con la maldita droga.
“Mulas” les llaman en Colombia, “dealers” en Argentina y “camellos” en España. Acá les dicen “burriers”, una mezcla de “burro” y la palabra “courrier”, que significa “correo”. Por tanto, el “burrier” es una bestia de carga que lleva droga. A fin de cuentas, no importa el nombre, la consecuencia será siempre igual: cárcel o muerte.
Lo mismo pasa en cuanto a la droga que llevan, y así lo escribió el narrador estadounidense Bill Burroughs, quien fue 15 años consumidor de heroína: “Tanto da que la aspires, la fumes, la comas o te la metas por el c…, el resultado es el mismo: adicción”. A diario son más los jóvenes que se aventuran en este negocio, donde es más probable que mueran a que logren recibir un puñado de dólares sucios. Y de lograrlo, los cárteles del narcotráfico nunca los dejarán en paz. Otra vez les propondrán pasar cápsulas en la barriga y, como en “El padrino”, “les harán una oferta que no podrán rechazar”. Casi a diario leemos sobre la captura de algún “burrier” en el aeropuerto. Y si lo siguen intentando, es porque la droga continúa saliendo mediante esa modalidad.
Pero, ¿qué lleva a una persona a arriesgar su vida de tal manera? Puede ser la necesidad y las ansias de dinero fácil, pero pienso que hay una predisposición a asumir riesgos. El psicoanálisis lo llama “pulsión de muerte”. Los que aceptan estos trabajos no tienen mucho amor a la vida, y casi les da lo mismo morir o no. De hecho, cuando empezó a usarse esta técnica las bandas contactaban extranjeros en Europa con enfermedades terminales, como cáncer o Sida, para llevar la droga en sus estómagos. Se les hace practicar tragando uvas o trozos de zanahoria con linaza y, antes de engullir las cápsulas, son sometidos a un lavado gástrico.
Una persona en promedio puede llevar hasta un kilo de droga, unas 100 cápsulas, aunque un turista de República Dominicana llegó a ingerir 260 envoltorios mortales. La gran mayoría son cocainómanos. Uno de ellos fue Horacio Puccio Bayona, amigote del “Clan Calígula”. Llevaba una buena cantidad de bolsas de cocaína en el vientre, pero como estaba resaqueado, antes de abordar el avión se tomó una Coca-Cola. Craso error, el gas de la bebida hizo reventar las bolsitas. El gringo, sentado en primera clase, dio un alarido: “¡Ahhh!” y se puso más blanco que un papel. No resistió, ni pudo bajar la escalinata del avión. En la pista, el médico dijo: “Este muerto huele a cocaína, llévenlo a la morgue”.
La película colombiana “María, llena eres de gracia”, retrata esta desgarradora realidad en la que una joven de 17 años acepta llevar en su vientre droga hacia Nueva York. Para hacer el filme, el director contactó al agente de viajes Orlando Tobón, quien desde 1980 había ayudado a repatriar 400 cadáveres de “burriers” entre 17 y 82 años.
Pero si de historias del narcotráfico llevadas a la pantalla hablamos, no se puede dejar de mencionar “Escobar: el patrón del mal”, la exitosa serie de televisión colombiana acerca de la vida de Pablo Escobar, el más grande narco de la historia. En la tierra del café, esta serie rompió récords de audiencia superando largamente a éxitos como “Betty, la fea” o “Café con aroma de mujer”. Es que en la historia de Colombia hay un antes y un después del fundador del Cártel de Medellín, quien amasó una fortuna superior a los 25 mil millones de dólares, lo que lo colocó en la lista de las 10 personas más ricas en la historia de la humanidad. Para no ser extraditado a los Estados Unidos, desató un baño de sangre en su país pues mandó matar a jueces, fiscales, policías, militares y civiles. Se calcula que está vinculado a la muerte de unas 10 mil personas. Escobar es un mito en Colombia, pero sobre todo en Medellín, donde es visto por muchos como un “Robin Hood”, porque levantó escuelas, campos deportivos y regaló dinero a los más pobres. La serie ya se comenzó a ver en Estados Unidos, donde hay millones de latinos. La realidad sigue siendo más dura que la ficción. Apago el televisor.