Al viajar, a través de la desértica costa norte, es posible observar unas siluetas familiares en medio de la arena. Como austeros adornos en el árido paisaje, sus troncos retorcidos y amplias capas se yerguen ajenos al inclemente sol tropical. Son algarrobos, árboles tan ligados al hombre del norte como su propia tierra y tan importantes para su subsistencia como el agua misma.
El algarrobo (prosopis pallida), llamado en quechua ‘tacco’, pertenece a la familia de las leguminosas, plantas que poseen la particularidad de captar y fijan el nitrógeno en sus raíces. Contribuyen a la mejora de las condiciones del suelo donde habitan.
Se establecen en zonas desérticas, casi donde ninguna planta logra sobrevivir. A consecuencia del fenómeno del Niño, las precipitaciones se hacen frecuentes en el desierto. Es entonces cuando las semillas de miles de algarrobos, que habían permanecido latentes en la arena, logran germinar.
La silueta general del árbol destaca por su forma achaparrada (baja y extendida), tronco grueso y retorcido y ramas que crecen en las más extrañas direcciones. Su copa amplia y en forma de sombrero está repleta de millones de minúsculas hojas compuestas, como si se tratara de un bonsai gigantesco.
Posee una de las maderas más duras y resistentes del mundo. Su copiosa producción de flores menudas y amarillas permiten la existencia de grandes colmenares, que favorecen la producción de miel.