Sábado 19 de julio del 2025 |

Síguenos:

Martes 19 de febrero del 2013 | 06:10

Tadeo en Machu Picchu

El Búho resalta la grandeza la de la Ciudadela Inca que hasta Tadeo, el explorador perdido, es enviado para defenderla de los cazatesoros.

Este Búho no es chauvinista, pero coincido plenamente con el genial Roberto Gómez Bolaños, quien considera a Machu Picchu como el lugar más hermoso del mundo. Ahora que la embajada de Estados Unidos recomendó a sus turistas que tengan cuidado con visitar Cusco y su maravillosa ciudadela inca, debemos amar y resaltar más lo nuestro.

La energía que uno recibe en ese místico lugar es mágica. Los historiadores sostienen que fue el inca Pachacútec quien inició su construcción entre 1450 y 1480. Fue este Inca quien salvó al Cusco de la invasión de los aguerridos chancas, que llegaron desde Ayacucho hasta la misma ciudad cusqueña, pero fueron sangrientamente desalojados.

Después Pachacútec sometió a los collas y luego de que le juraran sumisión, dejó como gobernador a uno de sus vástagos. Ya cansado de derramar tanta sangre, encomendó a su hijo extender el imperio al norte. Él se quedó en el Cusco para reconstruir la ciudad.

Los investigadores aseguran que fue un brillante urbanista, pero tuvo una visión fundamental, edificar una ciudadela para que fuera un lugar de descanso sagrado. El Inca había decidido que su etnia debía adorar a una divinidad superior y ese fue el dios Sol. Escogió las alturas del río Vilcanota, en una cima donde no solo instaló un calendario solar (el Intihuatana), sino hizo réplicas de la propia ciudad del Cusco.

No era una ciudad, sino un centro ceremonial donde habitaban sacerdotes y servidores que cuidaban la fortaleza cuando el Inca no la visitaba. Por eso, cuando el estadounidense Hiram Bingham llegó en 1911, encontró centenares de objetos ceremoniales y funerarios, y se los llevó a la Universidad de Yale. Felizmente, ya están nuevamente en el Cusco. Ingreso al túnel del tiempo.

Aún recuerdo con nostalgia mi primer viaje al Cusco, hace más de tres décadas. Nunca olvidaré que, desde Arequipa, tomamos el tren hacia la “Ciudad Imperial”. Pese a que estábamos en primera clase, el viaje hasta la parada en Juliaca fue durísimo. El tren se eleva hasta las más gélidas punas de la frontera entre Arequipa y Puno, con temperaturas bajo cero. Las lunas se convertían en hielo y cuando se derretía con el calor del humor de los pasajeros te mojaba.

Los asientos no eran reclinables y muchos optamos por dormir en el suelo. Solo cuando llegamos a Juliaca, con el día, pudimos apreciar uno de los paisajes más bellos del país, el tramo cuando el tren pasa por Sicuani-Ayaviri. Allí subían los ambulantes con polleras para ofrecer carnero asado, anticuchos, chicharrones, mote y papa con ajicito. El paisaje de eucaliptos, el río, llamas, alpacas, ovejas.

El olor a naturaleza viva inflaba y purificaba mis contaminados pulmones de universitario sanmarquino de 18 años, llegado de Lima, una selva de smog y concreto. En Cusco me alojé en una preciosa casona camino a Sacsayhuamán, desde donde se veía toda la ciudad y la Plaza de Armas. En ese tiempo, 1980, Cusco era un pueblo para los ciudadanos del mundo, sin distingos de nacionalidad, pero sobre todo, de dinero.

No había hoteles cinco estrellas ni restaurantes cinco tenedores. Los hoteles más caros eran baratísimos para los extranjeros y había posada hasta de 2 dólares para los “mochileros”. Ahora, me entero que hay hoteles ecológicos que valen mil o mil quinientos dólares la noche. El mundo habla de Cusco. Hasta Tadeo, el explorador perdido, es enviado a Machu Picchu para defenderla de los cazatesoros. Apago el televisor.